El giraluna
Todos los días eran iguales. Al alba, el sol, desperezándose en tules rosas y violetas, iba llenando el cielo de luz, mientras el campo se despertaba, la hierba era mecida por una suave brisa, las amapolas se abrían, las margaritas contaban sus pétalos uno a uno para que la mañana las encontrara más enamoradas que nunca, y los girasoles, sabiéndose deseados y amados, levantaban sus rostros, erguían sus cuerpos y, como flamantes soldados uniformados, cara al sol desfilaban ante su rey y lo veneraban.
Así pasaban las mañanas, los girasoles escuchando el cuchicheo de las flores, sus risitas y su sonrojo al verlos tan masculinos, tan altivos en su pose. Y a la tarde, con el sol recostado en el horizonte, y las ascuas de la noche difuminándose, intuyendo el último suspiro de amor de las amapolas y las margaritas, que volvían a cerrar sus pétalos y a soñar, mientras el susurro de la brisa mecía el mar anaranjado de los girasoles, que como una ola llegando a la orilla, agachaban la cabeza y aguardaban, con los ojos cerrados, el nuevo despertar del nuevo día. Y así una mañana. Y otra. Y la siguiente.
–Y que no cambie –se oía decir a más de uno cuando alguno protestaba de aquella triste monotonía.
–¿Triste? El sol es la vida, es la alegría. Nunca digáis que esto es triste –oían que les regañaban.
Y todos asentían. Todos excepto el giraluna. Estaba cansado y aburrido. Veía al sol y lo amaba. Sabía que sin él, y gracias también a la lluvia, crecían fuertes, sus pétalos eran más naranjas, y las pipas granaban y darían un buen aceite. Pero era tanta la monotonía, los días tan iguales que parecían uno solo, largo y aburrido, que, por mucho que escuchara a los demás girasoles decir:
–Este es nuestro destino. Y además, traicionaríamos al sol si intentáramos hacer otra cosa que no fuera mirarle y venerarle.
–Nunca, por ningún motivo, debéis mirar a otro cielo que no sea el cielo iluminado por el sol. La noche es oscura y fría. Si lo hiciérais, moriréis.
“Si eso me hiciera feliz, aunque fuera solo por un instante, tal vez merecería la pena traicionar al sol. Incluso morir”, pensó el giraluna.
Y una noche, cuando todos estuvieron dormidos, él abrió los ojos. Primero escuchó el alegre canto de los grillos, como si la tierra, en el silencio, volviera a revivir. Luego, muy despacio, fue levantando su rostro.
Pero para su sorpresa, en lugar de una noche oscura y fría, se encontró de bruces con una luna grande y redonda, iluminando todo el cielo y mirándole tiernamente abarcando su rostro con una gran sonrisa.
–¡Eres preciosa! –fue lo único que logró decir el giraluna–. Ahora entiendo por qué nunca el sol nos ha dejado mirarte. Tú serías nuestra reina. A ti te veneraríamos.
–Eres muy amable –le dijo la luna–. Pero nunca podría ser vuestra reina. Ahora soy grande, y me ves majestuosa. Pero no tardaré en ir haciéndome cada vez más pequeña hasta desaparecer. Luego es verdad que vuelvo, ¡y vuelta a empezar!
–¿También te aburres como yo?
–Seguro que sí. Todos tenemos unas obligaciones. Por mucho que queramos, hay veces que no podemos hacer nada.
–Pero ¡hoy no me he aburrido! Te he conocido y soy feliz.
–A mí me ha ocurrido lo mismo –le dijo la luna–. Mientras siga aquí, podemos ser amigos.
–Pero ¡yo moriré! He desobedecido al rey, y mañana ya no estaré aquí –exclamó el giraluna muy compungido.
–¡No digas tonterías! Estarás, igual que yo. Aunque no me hayas visto nunca, por las mañanas también estoy en el cielo. No desaparezco. Mañana no te ocurrirá nada, al contrario. Será mucho más divertido despertarte. ¡Me tienes que encontrar! ¡Será nuestro secreto!
–¡Y se acabó el aburrimiento! –exclamó feliz el giraluna.
Datos personales
Nombre: Julia San Miguel Martos