Semillas mojadas Existió en un planeta azul un campo de girasoles amarillos que soñaban con verle la cara a la luna. Cansados del calor de Lorenzo, los girasoles quisieron sentir el frescor de Catalina y, tanto lo desearon que, finalmente, el universo les concedió el deseo: del día a la noche, el campo de girasoles amarillos pasó a ser un campo de giralunas blancos.
Pasó el tiempo y la añoranza invadió el terreno. El frío y la oscuridad apenas dejaban bailar a los giralunas. Estos lloraban y lloraban, pero sus lágrimas ya no se convertían en pipas. El jefe de los giralunas se sentía culpable. Él había sido el curioso, el intrépido, el que había contagiado las ansias de cambio a todo el campo y ahora, como consecuencia, veía que sus hermanos no conseguían levantar cabeza. Tenía que hacer algo para que volviera el sol, la luz. La vida.
El jefe de los giralunas confiaba en la fuerza del universo y en la ayuda que este aportaba cuando se deseaban las cosas de corazón. Por eso, cuando todos los giralunas dormían, el jefe se olvidaba de las penas y pensaba con fuerzas en las alegrías. Esforzándose para no llorar, el giraluna recordaba el chasquido de las hojas al moverse con la brisa y añoraba el brillo del tallo cuando le daban los reflejos del sol. Cuál fue su sorpresa cuando vio que de sus semillas mojadas se habían escapado unas lágrimas y se habían convertido en estrellas. El universo, que siempre vigila al mundo, decidió que era el momento de actuar.
Después de un largo tiempo, al campo de giralunas lo volvió a despertar un dorado destello. Como si de marionetas se tratara, todos y cada uno de ellos levantaron la cabeza y sonrieron a la misma vez. Lloraron de felicidad y miles y miles de pipas saltaron por los aires.
El jefe de los giralunas se sintió satisfecho al ver rotar a sus soles…
Irene Moreno Jara
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